Entrada destacada

Cuando me miro

Cuando me sorprendes, imagen, al mirarme, sin avisar al tiempo, no me reconozco en ti, y me escondo desnuda detrás del desconcierto d...

domingo, 15 de diciembre de 2019

Almudena Grandes

Incapaz ya de dar un paso más...
Y sin embargo, la quería. La seguía queriendo. Ferviente, incondicional, desesperadamente, tal y como la despreciaba, la quería, y la quería para él, y la quería para siempre, todavía. 
Sin comprenderlo, sin controlarlo, sin poder creérselo, la quería, pero estaba muy cansado, agotado, arruinado, exhausto, incapaz ya de dar un paso más, de tender otra vez una mano hacia ella. Por eso fue Charo quien empezó a moverse, a humillarse más, a trabajar más, a mostrar más interés por conservarle. Juan no la entendía, pero ya estaba acostumbrado a no entenderla, y la veía dar vueltas y vueltas a su alrededor mientras aparentaba que no pasaba nada, que estaban muy bien, que tenían algo, y que ese algo era bueno, sin intentar siquiera recobrar la mirada de antes, la inocencia de aquel pardillo que se había disuelto en los ojos rapaces que anticipaban, con la sagaz malevolencia del rencor, cada uno de los movimientos de aquella mujer que le instalaba en la soledad más completa cuando le hablaba, cuando le tocaba, cuando se acostaba a su lado. (...)


Almudena Grandes: Los aires difíciles.

sábado, 14 de diciembre de 2019

Belén Gopegui

Una mujer del siglo XVIII con un miriñaque bajo el vestido

Los sujetos colectivos no somos puros, ni perfectos, se nos considera unos doscientos años más evolucionados que los sujetos individuales, pero doscientos años no es mucho. así que también tenemos inercias históricas y si oímos decir extraterrestres sobre todo pensamos en extraterrestres masculinos, aunque la expresión pueda por igual designar a las extraterrestres, y al probablem sujeto extraterrestre andrógino. En cuanto a mi caso particular, igual que algunos escritores célebres sufrieron audición coloreada, yo en ocasiones sufro una especie de audición animada. Con la palabra asamblea no puedo evitarlo: veo siempre a na mujer del siglo XVIII con un miriñaque bajo el vestido, me refiero a esa armadura de aros de metal que usaban para ahuecar las faldas por las caderas. Digo asamblea y la fonética, la eme en particular, me conduce al momento en que la dama asamblea se dispone a tomar asiento (...)

Belén Gopegui: El padre de Blancanieves.


Allí están los muertos

En el lado frío de la almohada están los muertos. Cuando el orgullo quema, cuando se piensa con tristeza en lo perdido o se mantiene oculto el descontento por tener que hacer algo contra nuestra voluntad. Cuando nadie replica al deseo al otro lado y también cuando alguien replica pero luego el sueño es leve y no dura y se atoran en el viaje los caballos de batalla. Entonces, le decía, nos incorporamos algo, tomamos el calor que sobre un lado de la almohada dejase nuestro rostro encendido, le damos la vuelta: este suave frescor en la mejilla. De nuevo hemos cerrado los ojos y allí están los muertos, los muertos que tuvimos, como esperando. 

Belén Gopegui: El lado frío de la almohada.


viernes, 13 de diciembre de 2019

Clara Sánchez

Había decidido ocuparse sólo de ella

Hasta los trece, dos años antes de abandonar la bici, mi madre formó parte de un grupo de mujeres que se dedicaba horas y horas a comprar en el Híper, a llevarnos al colegio por la mañana y por la tarde a clase de inglés y a kárate, a preparar fiestas infantiles, a intervenir en las APAS, a hacer los deberes con nosotros y a esperarnos cuando, llegada la edad, decidimos marcharnos a divertirnos a Madrid y el bus se retrasaba. Hasta que un día le oí decir que había perdido su juventud. He perdido mi juventud, dijo sin dirigirse a nadie en particular, como hablando sola, y a partir de ese momento empezó a desentenderse de mí, del cuidado del jardín, de mis estudios, de las comidas, de la ropa, e incluso de mi padre, al que ya no esperaba levantada al regreso de sus continuos viajes. Había decidido ocuparse sólo de ella. 

Clara Sánchez: Últimas noticias del paraíso.

domingo, 8 de diciembre de 2019

Marta Sanz

Retazos de su propio carácter

"Lucrecia pasa la página con avidez. Cuando lee, jamás se olvida de sí misma y lleva cada palabra y cada acontecimiento al territorio de lo que ya ha vivido o al de lo que le queda por vivir. No es que se identifique con un personaje en concreto, sino que reconoce mínimos fragmentos que, de repente, le remiten a detalles que tenía olvidados o que le obligan a reconstruir retazos de su propio carácter que, de no haber leído una página, esa página en particular, le habrían pasado por alto. Estando dentro de ella, perteneciéndole, le habrían pasado por alto. Por eso, Lucrecia cree que, de no haber leído ciertas páginas en particular, una parte de su ser se le hubiera quedado traspapelada, y esa creencia le produce cierto repelús, como si cada vez que se metiera en la cama, se sobresaltara al no identificar como suya la mano en la que reposa su cabeza. (...)

Marta Sanz: Animales domésticos


"Me llamo Carolina Hernández Griñán. Tengo doce años. Mi madre es de pueblo. No e gusta el pescado frito. Como pollo y migotes. Estoy flacucha. Saco muy buenas notas. Mi color preferido es el verde esmeralda. i chica más guapa del mundo es Amparo Muñoz." (...)

"Hablo tres idiomas, aunque dos de ellos los hablo mal, y esa imperfección convierte i acento en gracioso y atractivo. Sé conducir. Tengo un coche descapotable y un apartamento enmoquetado con un gran vestidor de paredes tapizadas en raso azul. Luz tenue. En una esquina del salón hay una barra de bar y unos taburetes. El alcohol no me afecta. Desprendo un aroma magnético que hace que los hombres se queden prendidos a mis curvas, pero también a mis ángulos. Ésa es la gracia. Hago películas. Mi cama tiene dosel Guardo secretos: Me desnudo por exigencias del guión. Ne encanta esquiar los Alpes." (...)

Marta Sanz: Daniela Ástor y la caja negra.

Elvira Lindo

La imagen que cada noche se refleja en el espejo

"No me gusta ni mi cara ni mi nombre. Bueno, las dos cosas han acabado siendo la misma. Es como si me encontrara infeliz dentro de este nombre pero sospechara que la vida me arrojó a él, me hizo a él y ya no hay otro que pueda definirme cono soy. Y ya no hay escapatoria. Digo Rosario y estoy viendo la imagen que cada noche se refleja en el espejo, la nariz grande, los ojos también grandes pero tristes, la boca bien dibujada pero demasiado fina. Digo Rosario y ahí está toda mi historia contenida, porque la cara no e ha cambiado desde que era pequeña, desde que era una niña con obre de adulta y con un gesto grave. Digo Rosario y parece que estoy oyendo a mi madre" (...)

Me dijo bolleras

"Morsa me preguntó si éramos lesbianas, así, de pronto. (...) Nos conocíamos sólo de la rutina del trabajo y de tomarnos unas cañas después, pero nada más. No me dijo exactamente si éramos lesbianas, me dijo bolleras. ¿Vosotras dos sois bolleras, no? Íbamos en el camión, ya de recogida. Después de la pregunta se echó a reír con esa risa suya, entrecortada. Me miraba de reojo, yo seguía con la vista atenta al frente, sintiendo que un sudor nervioso empezaba a calarme hasta el jersey, notaba que él me miraba, atento a mi reacción." (...)

Elvira Lindo: Una palabra tuya.


Una tallita


"La dependienta se ha marchado a por una talla más y ella se ha quedado sola. Cuando se mira al espejo todavía tiene la sonrisa en los labios. La sonrisa estaba dedicada al diminutivo que utilizó la dependienta. Dijo: "Una tallita más", y Eulalia bromeó sobre esos dos kilos de más como si no importaran, cono si ella estuviera por encima de estas, de otras vulgaridades. Pero ahora que se ha quedado sola la sonrisa pierde todo el sentido porque Eulalia se encuentra ante lo que verdaderamente piensa. Piensa que la dependienta utilizó el diminutivo, una tallita, para no desanimar a una lienta que probablemente está dispuesta a gastarse un buen dinero, que es capaz de dejarse vencer por un capricho y comprar cosas inesperadas, que no le hacen falta, que puede que nunca se ponga." (...)

Elvira Lindo: Algo más inesperado que la muerte.

Marina Perezagua

Tenía dieciséis años


Tenía dieciséis años y dos meses cuando el juez, tras leer el acta del jurado que me declaraba culpable, me precisó que tenía derecho a elegir mi método de ejecución, si bien el procedimiento estándar en Texas era la inyección letal. De este modo, y delante de toda una sala llena de gente, pasó a detallarme el modo exacto en que tenía derecho a morir: el tiopental sódico me haría perder el conocimiento, el bromuro de pancuronio me paralizaría el diafragma; a partir de ahí ya no podría respirar, aunque seguiría viva hasta que el cloruro de potasio acabara por pararme el corazón. Tenía, insisto, dieciséis años. La ley establecía que por ciertos crímenes los adolescentes debíamos ser tratados como adultos. Dieciséis años. No me cansaré de esa cifra, a veces me da miedo, y a veces me da una especie de paz (...)

Marina Perezagua: Seis formas de morir en Texas.

La ceguera

"Me pregunto si te arrepentiste, aunque fuera por un instante, de haberme donado tus córneas. ya sabes que te lo he preguntado en algunas de tus visitas, pero nunca me has dado una respuesta, tan solo has bajado la cabeza como en un largo y lento parpadeo, un parpadeo que aún ignora lo absurdo de su función: no tiene ojo que lubricar. también me pregunto cómo te sentiste tras despertar de la anestesia y saber que en cambio ya nunca despertarías a la luz. En lo que a mí respecta, nuna te he contado lo que sentí justo después del trasplante. Cuando vienes a visitarme es siempre por poco tiempo y la vigilancia de los guardias no ayuda a la ya de por sí difícil labor de hablarte sobre sensaciones agradables. Esta es una de las satisfacciones que me quitó el intreso en prisión: la posibilidad de counicar vivencias hermosas, pues aquí todo está ideado para que nuestros días sean míseros, una se acostumbra a esa negrura y acaba por pensar que el recrear momentos felices puede ser tomado -y seguramente así es- como un acto de subversión, con su consiguiente castigo. (...)"

Marina Perezagua: Seis formas de morir en Texas.

viernes, 22 de noviembre de 2019

Elisabeth Strout

El cuello del cisne


(...) Isabelle Goodrow permanecía bastante quieta. Se sentaba en su escritorio, con las rodillas juntas y los hombros echados hacia atrás, y mecanografiaba a ritmo regular. Su cuello era un poco extraño. Para una mujer menuda, resultaba demasiado largo, y se parecía al cuello del cisne que aquel verano había aparecido en el río, flotando en absoluta quietud frente a la espuma de la orilla. 

O, al menos, eso pensaba su hija, Amy, una chica que ese verano había cumplido los dieciséis años, a la que desde hacía algún tiempo le disgustaba ver el cuello de su madre (ver a su madre, y punto) y a la que el cisne no había conmovido en absoluto. (...)

Elisabeth Strout: Amy e Isabelle.