Sus dedos pulgar e índice se manchaban de la tinta
que soltaba la pluma negra cada vez que la mojaba en el tintero. Había que
tener cuidado con la tinta para no emborronar las cuartillas. Y mucho más
cuidado con los tachones, aunque María solía escribir de corrido las obras que
firmaba con el nombre de su marido, Gregorio Martínez Sierra.
Hacía frío. Una polilla revoloteaba alrededor de la
solitaria bombilla que pendía de un hilo sobre la mesa en la que María estaba
escribiendo. La polilla era negra y contrastaba como una sombra sobre la luz.
Los guantes de lana no evitaban los sabañones sobre los dedos afanosos. Muchas
noches María se echaba una toquilla de lana tejida por su propia madre sobre
los hombros, encima del camisón de algodón que le llegaba por los tobillos.
Hacía mucho frío –pensaba María añorando el cuerpo de Gregorio, que se había
quedado durmiendo como un niño en el lecho que hacía unas pocas horas
compartían. Echaré otra piña a la estufa.
Y con la pluma en la mano, trazando signos negros
sobre las blancas cuartillas, se le consumían las horas de la noche hasta que
llegaba el alba y la polilla se marchaba. Entonces, y no antes, preparaba el
desayuno y luego se vestía para realizar el oficio que la sociedad le había
asignado y para el que también tenía vocación. El magisterio. Escritora de
noche, maestra de día.
(...)
y aquí en tapa blanda
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