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domingo, 21 de abril de 2019

María Lejárraga


1911. María Lejárraga solía sentarse todas las noches a la escasa luz de una pobre bombilla solitaria. Hacía frío. Sus manos cubiertas con los guantes de lana dejaban sus finos dedos al descubierto. Extendía sobre su escritorio de madera de nogal unas cuartillas blancas perfumadas y sobre ellas comenzaba a trazar con maestría signos caligráficos.

Sus dedos pulgar e índice se manchaban de la tinta que soltaba la pluma negra cada vez que la mojaba en el tintero. Había que tener cuidado con la tinta para no emborronar las cuartillas. Y mucho más cuidado con los tachones, aunque María solía escribir de corrido las obras que firmaba con el nombre de su marido, Gregorio Martínez Sierra.

Hacía frío. Una polilla revoloteaba alrededor de la solitaria bombilla que pendía de un hilo sobre la mesa en la que María estaba escribiendo. La polilla era negra y contrastaba como una sombra sobre la luz. Los guantes de lana no evitaban los sabañones sobre los dedos afanosos. Muchas noches María se echaba una toquilla de lana tejida por su propia madre sobre los hombros, encima del camisón de algodón que le llegaba por los tobillos. Hacía mucho frío –pensaba María añorando el cuerpo de Gregorio, que se había quedado durmiendo como un niño en el lecho que hacía unas pocas horas compartían. Echaré otra piña a la estufa.

Y con la pluma en la mano, trazando signos negros sobre las blancas cuartillas, se le consumían las horas de la noche hasta que llegaba el alba y la polilla se marchaba. Entonces, y no antes, preparaba el desayuno y luego se vestía para realizar el oficio que la sociedad le había asignado y para el que también tenía vocación. El magisterio. Escritora de noche, maestra de día.

(...)

La primera mujer: descárgatela aquí.

y aquí en tapa blanda


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