Fragmentos del diario de Patricia Ortiz.
Mi pequeña Esther. Hoy el
sol ha salido por fin. Llevaba varios días oculto tras los algodones blancos,
casi desde hace una semana en que ingresé en esta habitación de hospital. Tu
habitación también tiene algodones blancos. Yo los pinté para ti. Una semana.
El tiempo es extraño, se estira y se encoge a nuestra voluntad. La medida del
tiempo en un reloj es una manera de objetivar lo que es tan solo una percepción
subjetiva, personal. El día, la semana, el mes, el año, son tan solo
compartimentos estancos para medir lo inconmensurable. Las sensaciones marcan
el flujo, lento o rápido, de los acontecimientos presentes, las sensaciones son
las que logran grabar o borrar de nuestra memoria las imágenes de los acaeceres
más placenteros o dolorosos, las que anticipan lo que está por venir haciendo
el presente más sufriente o llevadero. Para mí, que he sido profesora hasta
hace cinco años e inspectora de educación desde entonces, el tiempo se ha
regido siempre por el calendario escolar. Como cuando era estudiante, los años
empezaban en septiembre y terminaban en agosto.
Ya llevo aquí una semana y
aún no sé con certeza si podré sacarte adelante. Hoy ha estado a verme la
abuela Encarna, siempre tan optimista. Traía con ella el jersey que está
tejiendo para cuando nazcas. La artrosis no me deja tejer prieto, niña, por eso
a veces tengo que deshacer las vueltas. Una del derecho y otra del revés. En
blanco, como me pediste. Tal vez ese sea el misterio del ser –me digo. Que se
teje y se desteje como la lana en la aguja de punto, unas veces a voluntad y
otras al azar. Reposo –me ha prescrito la doctora. Porque milagrosamente aún
permaneces en mi interior. Y debes hacerlo otros cuatro meses, el tiempo
suficiente y necesario para ver la luz...
La primera mujer: descárgatela aquí.
Y aquí en tapa blanda.
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