(...) Isabelle Goodrow permanecía bastante quieta. Se sentaba en su escritorio, con las rodillas juntas y los hombros echados hacia atrás, y mecanografiaba a ritmo regular. Su cuello era un poco extraño. Para una mujer menuda, resultaba demasiado largo, y se parecía al cuello del cisne que aquel verano había aparecido en el río, flotando en absoluta quietud frente a la espuma de la orilla.
O, al menos, eso pensaba su hija, Amy, una chica que ese verano había cumplido los dieciséis años, a la que desde hacía algún tiempo le disgustaba ver el cuello de su madre (ver a su madre, y punto) y a la que el cisne no había conmovido en absoluto. (...)
Elisabeth Strout: Amy e Isabelle.
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