Sandra Mozarovski no fue reina ni novia de un rey, pero sí su amante, o eso dicen rumores que circulan por internet y se afirma en algún que otro libro.
En las postrimerías del régimen de Franco, los españoles -algunos españoles, bastantes, no todos- reclamábamos con más y más fuerza y creciente insistencia la libertad de expresión; el régimen entendió que lo que queríamos era ver mujeres desnudas, o semidesnudas, pechos, sobre todo, y así fue como a mediados de los años setenta del siglo pasado asistimos maravillados, casi incrédulos, a las primeras tentativas de apertura, y hubo una cascada de películas en las que la protagonista femenina, a los diez segundos de su aparición en pantalla se abría la camisa, o se despojaba de ella sin ningún recato, y nos mostraba las tetas; la libertad era eso, por el momento, ver pechos (y algún pubis en revistas medio guarras y medio permitidas), nunca un pene, lo cual hubiera sido libertinaje, algo en lo que no debíamos incurrir bajo ningún concepto (...)
A veces pienso en las dos mujeres, en la madre de Sandra y en la mía, sentadas en las incómodas sillas de plástico de la sala de espera de un hospital, aguardando a que alguien les dé noticias de sus hijas, con miedo, con angustia y también con un atisbo de esperanza y puede que de resignación -en esas circunstancias una debe estar preparada, debe prepararse para lo peor-, preguntándose qué hice mal, en qué me equivoqué, cómo ha podido suceder que esta hija que estaba unida a mí, que era parte de mí, y a quien di a luz y acuné y conforté en un hospital como éste, cuando en todo dependía de mí y yo podía protegerla y asegurarme de su bienestar, ahora esté allá, abandonada a su propia suerte, tras esas gruesas puertas de metal de la unidad de cuidados intensivos, que tengo prohibido traspasar, ambas sintiéndose de algún modo culpables de lo acaecido (...)
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