La jueza Beatriz Moyano se asomó
como todas las mañanas por los grandes ventanales de los juzgados de la Plaza
de Castilla. Llevaba ya un rato esperando cuando le pareció ver la silueta
desaliñada de aquel hombre encorvado cruzando hacia la cafetería de enfrente.
El hombre se metió dentro y desapareció.
Beatriz Moyano se quedó por unos segundos
contemplando sus huellas sobre el suelo húmedo de la calle recién regada. Tal
vez sea él –se dijo-, y estés perdiendo otra vez tu oportunidad de ser mujer.
(...)
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