Las manos de mi abuela: Ana María Matute.
Mi abuela tenía el pelo blanco, en una ola encrespada sobre la frente, que le daba cierto aire colérico. Llevaba casi siempre un bastoncillo de bambú con puño de oro, que no le hacía ninguna falta, porque era firme como un caballo. Repasando antiguas fotografías creo descubrir en aquella cara espesa, maciza y blanca, en aquellos ojos grises bordeados por un círculo ahumado, un resplandor de Borja y aún de mí. Supongo que Borja heredó su gallardía, su falta absoluta de piedad. Yo, tal vez, esta gran tristeza.
Las manos de mi abuela, huesudas y de nudillos salientes, no carentes de belleza, estaban salpicadas de manchas color café. En el índice y anular de la derecha le bailaban dos enormes brillantes sucios.
(…)Ana María Matute: Primera memoria.
Cuando creciera...: Ana María Matute.
Se me durmió la pierna derecha y la froté con el tobillo izquierdo. La abuela me pasó el misal y me miró con dureza. Incliné la cabeza sobre el libro y cerré los ojos. Tenía hambre. Con las prisas no tuve tiempo de desayunar. Me dije que, cuando creciera, haría como tía Emilia, que fumaba lentamente, sentada en la cama, hasta las doce del mediodía, mirando las fotografías y los titulares de los periódicos. (...)
Ana María Matute: Primera memoria.
Aquel fuego dentro de mí: Ana María Matute.
Isabel terminó lentamente su tocado, como todas las mañanas. Dentro de unos instantes, tañería la campana de la iglesia. Isabel comulgaba todos los días a la misma hora, puntual y solemne, dentro de su traje de seda negra, adornada con sus pendientes de perlas. (...) "Cómo pude sentir entonces aquel fuego dentro de mí. Cómo pude pasar mis noches quieta, abrasada por los celos. Cómo pude odiarla a ella, que era mi hermana. A ella, cuya memoria es ahora sagrada para mí. Y a él, a quien amaba más que a nada en el mundo. Pero yo estaba quieta por las noches, desesperada de mi inutilidad frente al amor de ellos dos. Y recuerdo que las sábanas estaban ásperas y frías para mi piel, y que mis ojos no podían cerrarse. Yo oía su voz y veía sus ojos. Yo me consumía, y a nadie, a nadie, deseo aquel tormento." (...)
Ana María Matute: Los hijos. muertos.
Entonces creía que deseaba ser su madre: Ana María Matute.
Nunca amé otra cosa en el mundo más que a Daniel y a esta casa, pero siempre uno u otro me han faltado, y el uno sin el otro no llenan mi corazón. Todos me obedecían ya entonces en esta casa, y yo procuré siempre lo mejor para él; no lo sabía yo entonces, porque era torpe, inocente, pero ya le amaba. Más que a mi vida. Hubiera querido esconderlo en algún lugar oculto, donde nadie le viera. Entonces creía que deseaba ser su madre. Que yo deseaba que él fuera mi hijo, que hubiera salido su cuerpo de mi propio cuerpo. Que la sangre que yo adivinaba bajo su piel fuera la misma sangre que yo notaba en mí. Pero más tarde, cuando les vi a ellos dos, juntos, cuando descubrí el amor de ella y él, supe que no era así. Cuando vi a Verónica y a él, aquel día, comprendí que deseaba aquel cuerpo más estrechamente. Que yo amaba aquel cuerpo y aquella sangre con un hambre distinta. Un hambre y una sde que me secaban. (...)
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